Afectado desde hace algunos años por una hernia inguinal, pensé que mi propio caso sería una buena oportunidad de poner a prueba la medicina alternativa, de modo que realicé una intensa investigación para saber qué podían hacer por mi hernia la homeopatía y la naturopatía, el ayurveda y la osteopatía, la auriculoterapia y la quiropráctica, la cromatoterapia y las flores de Bach, la magnetoterapia y las oraciones a Krishna, Buda, el Cristo del Gran Poder, la Santa Muerte (popular en el D.F.), la Pacha Mama y demás "loqueseaterapias" que sirven para poco y cuestan como si sirvieran.
El resultado fue lamentable sin paliativos, porque todas esas prácticas que diariamente dicen y repiten que son infinitamente mejores que la medicina de verdad, no podían ofrecerme nada absolutamente nada para mis males. Dicho de otro modo, tenía que someterme a cirugía con un médico que, ateniéndome a los rebuznos de Discovery DSalud en papel cuché o estucado, es parte de una conspiración mundial de crueldad infinita destinada a impedir que tengamos curaciones milagrosas, baratas y 100% eficaces gracias a los "alternativos" que, sin necesidad de estudiar abstrusas bobadas como la fisiología y la farmacobiología (ya no diga anatomía, pregúnteles qué es la aponeurosis si quiere divertirse), están dispuestos a curarnos y cobrar por ello encantadísimos.
Genios curativos como el enorme José Manuel López y Pérez-Cabada del que ya dimos cuenta un par de veces y cuyas hazañas seguiremos narrando en breve (adelantamos sólo que a día de hoy ya se le encontraron cuentas por 4 millones de euros y 13 pisos en propiedad, además de algunas moneducas adicionales, ¡maestro!).
Bueno, resignado a someterme al escalpelo de un individuo del que tan malas referencias recibo en el mundo de la medicina "alternativa", pensé que no sería tan malo si incluso sus peores detractores y enemigos acudirían a él si sufrían una hernia como la mía. Me seguía inquietando que se presentara enmascarado, como para que no lo reconociera yo, pero me explicaron que era cosa de higiene. Yo, pensando en los principios básicos de la medicina alternativa, dije que los microbios no causaban enfermedades, que éstas eran producto de los miasmas, los desequilibrios en los humores corporales, la descompensaciòn magnética, la desalineación de los chakras y los atascos de tráfico del chi, ki o qi en su decurso por los meridianos del cuerpo. Pero bueno, como no me hicieron caso y por si las dudas, accedí a la máscara del médico.
Pregunté entonces si me iban a anestesiar con acupuntura, y la anestesista me explicó que la única vez que lo intentaron, el paciente empezó a patalear de tal modo que impedía el eficiente accionar del cirujano, además de que con su lenguaje florido, rico en tradiciones y rústica esencia popular, dejó roja dos semanas a la enfermera instrumentista, que era monja de las que se lo creen. Sugerí aplicarle electricidad a las agujas, pero la anestesista me miró muy mal.
Llegó el fatídico día quirúrgico, algo verdaderamente horrendo para quien jamás ha sido intervenido ni por Hacienda ni por el Banco de España ni por ningún médico. Arribé al Hospital de Cabueñes y la enfermera Patton (creo), después de enfundarme en el humillante camisón hospitalario de rigor, insistió en tomarme la temperatura y la tensión arterial. Pregunté si no me iba mejor a leer el aura, revisarme el iris o tomarme el pulso al estilo de la medicina tradicional china, todas ellas prácticas que, me aseguran, funcionan mucho mejor que los esfigmomanómetros fabricados probablemente por empresas privadas y deseosas de ganar dinero, lo cual los vuelve parte de la conspiración junto con el médico y el señor del kiosco de prensa, que nunca me quiere dejar gratis el diario por avaricioso, codicioso y conspirativo. La enfermera me preguntó que de qué color era el aura de la tensión arterial normal y le dije que no tenía idea, que nadie se pone de acuerdo. Ella me dijo que la tensión normal era de 120/80 y que yo la tenía alta. Ni pregunté por la medición de la temperatura utilizando la visión remota chamánica de Castaneda porque no se la veía muy dada al humor hospitalario.
Lo que sí pregunté es si todavía tenían la bárbara costumbre de coser las heridas como si fueran un calcetín con hoyo en el dedo gordo, y me dijeron que no. Respiré aliviado. Todos los entendidos en medicinas alternativas saben que los grandes cirujanos psíquicos trascendentes pueden pasar la mano por una herida y ésta cierra sin cicatriz, sin coser, sin dejar huella y sin dar la murga (aunque los malvados escépticos, parte, por supuesto, de la conspiración, digan que la herida nunca existió).
Claro que no me tranquilizó mucho que me dijera luego que me iban a grapar o engrapar como a un documento oficial en siete tantos de tiempos de la burocracia no cibernética.
Con el cuento de las "infecciones" y la "higiene", se procedió a afeitarme la zona de la próxima herida, exponiendo al viento aquéllo que nunca lo estuvo, después de lo cual la enfermera me aplicó una inyección sedante que probablemente me cause ciclópeas bubas verdes en la piel en un futuro cercano, porque sin duda alguna la sustancia era fabricada por una farmacéutica transnacional y malévola. De lo demás me di cuenta poco. Cuando llegó una anestesista pizpireta y pequeñina a ponerme la inyección ráquea yo ya estaba conversando en semisueños con don Guillermo Prieto, maestro de periodistas, o con Liv Tyler, ya no sé. Recuerdo que le pregunté al médico si iba a usar malla plástica para la reparación (el plástico es malísimo, los "geobiólogos" dicen que expele "emanaciones" más peligrosas que ser odontólogo de víboras de cascabel) pero no sé qué me respondió. Me enteré más tarde de que efectivamente se me había implantado la peligrosísima sustancia y ahora tengo miedo de brillar por la noche, o de que me usen para enviar señales de telefonía móvil, que es peor.
Volví en mí, es un decir, cuando al final del cortaypega enfermeras y celadores me pasaron en vilo de la plancha quirúrgica, donde dormí tan sabroso (a saber qué habré dicho, porque me miraban y se reían), a la camilla para regresarme a mi cama, donde seguí delirando muy a gusto hasta que la enfermera Patton me interrumpió con el malhadado esfigmomanómetro y me regañó por tener alta la tensión, como si fuera mi culpa o algo así. Pasado un par de horas, me volvió la sensibilidad por debajo de la cintura y entre dos enfermeras vigorosas que son parte de la conspiración antihumanidad para ocultar la panacea (o eso dicen los "hespertos" de las revistas que usted conoce) me ayudaron a ponerme en pie y me acomodaron con sospechosa cortesía y cuidado en una poltrona para que acabara de pasárseme la anestesia.
Supe con precisión el momento en el que ocurrió tan infausto suceso porque la parte donde antes estaba una hernia alternativa, tradicional y natural, y ahora estaba ocupada por un implante probablemente extraterrestre hecho de mortal plástico, me empezó a doler como si me la hubieran rajado con una navaja (bueno, usted me entiende). Hice lo que cualquiera haría en mi lugar: solté un grito. Decidida a aumentarle el negocio a sus amos de las farmacéuticas extranjeras, la enfermera corrió a mi lado y, en la vía que me habían puesto en la mano derecha enchufó un frasco gigantesco de Nolotil que me bajó el dolor un poco. Cambio de guardia, digo de turno de las enfermeras y llegó otra de pelo corto, superprofesional y con un aplomo casi de curandero chino, que me preguntó si me dolía, le dije que sí, pero menos y ella, con el peregrino pretexto de que yo "no tenía por qué aguantar el dolor", hizo sonar la registradora de los envenenadores enchufándome otro frasco, ahora de paracetamol, ese mismo veneno que Bruno Cardeñosa ha denunciado furibundo porque mata a más gente que Pol Pot. Pensando que ahora sí había llegado el fin de mis días, y sin fuerzas para arrancarme la vía y salir corriendo en busca de un émulo de Paco Porras, usé el móvil para llamar acongojado a algunas personas cercanas y despedirme de ellos, mientras el letal paracetamol goteaba... goteaba... goteaba llevándose mi vida, que no será la gran cosa, pero carajo, es la mía...
Una cuarta enfermera entró, me arrebató el móvil con un movimiento que me recordó a Jackie Chan y me empezó a poner como jaula de perico por usar el aparato. Le expliqué que, como el paracetamol me iba a matar de todos modos en breve, yo ya no le temía al cáncer fulminante que provocan los móviles. La enfermera me aplicó una colleja y me dijo que no fuera yo imbécil, que usar el móvil estaba prohibido porque al parecer afectaba los aparatos médicos del hospital, y que no era cosa de ponerlo a prueba cargándome al señor de la cama 16. Y además dijo que "cáncer los cojones", lo que me preocupó bastante porque la herida se encuentra incómodamente cerca de los míos. A los dos minutos se me pasó el dolor y pensé que eran los prolegómenos del fin, esa recuperación que precede a la línea plana en el electro... y a mí ni electro me habían puesto para ofrecer de despedida el dramático "Piiiiiiiiiiiii" de "Hospital Central". Cuando esperaba ver la luz blanca y a mi tía Nieves bailándose una cumbia e invitándome a hacerle pareja al otro lado, llegó la enfermera de pelo corto a preguntarme otra vez como estaba. Yo estaba sonriendo como bobo, lo que aprovechó para enchufarme otra vez el esfigmomanómetro y confirmar que tenía alta la presión. Le dije que qué esperaba, si me estaba yo muriendo. Se rió de mí.
Total, que ni luz blanca, ni mi tía Nieves, ni cumbia, lo que apareció al rato fue el médico, que pasó como una exhalación, vio el apósito sobre la herida, sonrió satisfecho (¿por qué sería?) y me dijo que me podía yo ir a mi casa, me indicó las curaciones diarias en el centro de salud y me recetó más negocio para las farmacéuticas: un antitrombótico para que no ocurra -dice él, yo no lo tendré claro hasta que no lo diga el Doctor Psiquiatra (no el de la canción de Gloria Trevi, sino el ubicuo José Cabrera del PP)- que un coagulillo de la herida decida irse de tour a alguna parte delicada de mi organismo que no sepa vivir sin oxígeno y me deje peor de lo que estoy; un analgésico como de caballo (es buenísisimo, debería estar prohibido, de verdad), más paracetamol (yo, toreramente, decidí que enfrentaría la muerte con gallardía, qué caray, que se vea que soy valiente y los gelocatiles me los meto de dos en dos sin que me tiemble la mano) y salió corriendo, dizque a atender a otro paciente, yo creo que a contar los eurísimos que le pagan los amos de la conspiración (a ver si son menos de los cuatro millones acumulados por José Manuel López y demás).
Y así vine a dar a mis dominios, donde he pasado cinco días no tan jodido como podría esperarse, sin infecciones (probablemente porque preventivamente me tomé una infusión de belladona con ginseng y sávila, que es muy buena para algo que no me acuerdo), sin dolor excesivo, comiendo cuanto me viene en gana, caminando, leyendo, trabajando... y temiendo el martes, cuando para celebrar la primera semana de mi iniciación en el mundo de las conspiraciones, una enfermera del centro de salud me quitará, no sé cómo, las doce grapas que llevo... a ver si alguna no me deja otro implante extraterrestre o de los illuminati, uno nunca sabe.
(Nota: Hace no tanto tiempo, hasta fines del siglo XIX, la intervención a la que se me sometió era casi impensable por falta de anestésicos adecuados. Hace apenas un par de décadas, me habrían internado un día antes y me habrían dejado ingresado hasta una semana, costándole un pico a la sanidad pública y parando de cabeza mi vida laboral. Hace medio siglo no había paracetamol (y en este medio siglo no es cierto que haya matado más que a quienes no siguen las indicaciones del prospecto, que lo desaconseja para personas con graves problemas hepáticos) de modo que los leves analgésicos disponibles permitían que uno sufriera bastante, pues "el dolor es grato a dios", como decía la Madre Teresa para justificar la falta de analgésicos en sus morideros públicos. De todas formas, hasta 1986 no existía la cirugía que me hicieron a mí, de modo que mi expectativa habría sido una operación con mucho más dolor, más largo tiempo de recuperación y algo muy distinto a lo que vivo hoy. Hoy, gracias a que la ciencia avanza y le traslada mejores técnicas a la medicina, la situación es mucho mejor que en el pasado. Y seguramente quienes sufran una hernia dentro de veinte años lo pasarán menos mal que yo. Y entonces llegará algún autorpoclamado conspiranoico "expertísimo porque yo lo digo" a jurarnos que los métodos tradicionales (la operación con mala anestesia, sin analgésicos y con técnicas que duelen muchísimo y fracasan con frecuencia) son mejores que los avances de la conspiración que no pueden demostrar que existe, pero nos venden sus libracos, sus revistejas y sus rollotes en los medios. Y si se enferman... ¿qué cree usted que hacen?