febrero 07, 2005

Paleontología, Fórmula 1 y soplapitos

Yo disfruto de la paleontología tanto como disfruto de las carreras de Fórmula 1, vicio que me acompaña desde que a los 7 años fui al II Gran Premio de México.

Me explico: la paleontología, como ninguna otra ciencia actual, depende de los descubrimientos que se van haciendo poco a poco, de hipótesis diversas y de argumentaciones fuertes. Nuestra visión de los dinosaurios ha cambiado radicalmente en pocas décadas, y todo parece indicar que seguirá cambiando porque el registro fósil sigue siendo muy incompleto y casi cada semana hay un descubrimiento interesante que obliga a replantear nuestra visión del pasado.

Mi favorito en el debate paleontológico (mi Michael Schumacher o Alain Prost del mundo de los dinosaurios, pues) es Bob Bakker, o, más precisamente, el doctor Robert T. Bakker, del Museo Geológico de Tate en Wyoming. El tipo no sólo me cae bien por su aspecto de viejo hippie (o de gambusino en desgracia), sino por su capacidad de pensar de nuevo las viejas ideas. En 1968, fue el primero en decir que, considerando la velocidad que alcanzaban según las mediciones de las huellas de dinosaurios que se han encontrado, estos bichos no podían ser de sangre fría, sino que eran homeotérmicos o de sangre caliente. A partir de esta bien sustentada hipótesis, de observaciones anatómicas y descubriendo con curiosidad que al parecer los dinosaurios tenían buche en el que colocaban piedras que tragaban, para moler sus alimentos (a la manera que lo hacen las aves), llegó a la conclusión de que muy probablemente los dinosaurios tenían más que ver con las aves de sangre caliente que con los reptiles de sangre fría, y, finalmente, propuso que las aves se incluyeran en la clasificación taxonómica como dinosaurios.

Bob Bakker ha sido un revolucionario de la paleontología. Su hipótesis de la homeotermia de los dinosaurios está ahora ampliamente aceptada luego de que se obtuvieron multitud de pruebas. Pero la idea de las aves como dinosaurios está a debate aunque el mismo parece tender a aceptarla. Hay críticas (nada triviales) a sus hipótesis, como por ejemplo la de que el registro fósil sugiere que las aves existen antes de los dinosaurios que según Bakker les dieron origen, o problemas con la identificación de los dedos que forman las alas de las aves y los dedos de algunos fósiles de dinosaurio. Pero también hay otros muchos datos que sustentan su hipótesis, como el reciente descubrimiento de que, genéticamente, las aves no pueden haber procedido directamente de los reptiles por las vastas diferencias en su ADN.

Entiéndase, yo quiero que Bakker tenga razón. La idea de escuchar a los dinosaurios cantando al amanecer, o de comerme unas pechugas de dinosaurio empanizadas (o empanadas), o de disfrutar del colorido plumaje de los dinosaurios me resulta sumamente seductora. Pero sé perfectamente (y Bakker lo sabe mejor que yo) que los descubrimientos futuros pueden darle o quitarle la razón sin posibilidad de defensa, así como otro piloto puede ganar la carrera sin discusión por mucho que prefiriéramos a Schumacher o a Prost (o a Alonso, por supuesto, y no por nacionalismos raros sino porque es un fenómeno de las pistas). Me alientan los descubrimientos que le dan la razón y me desalientan los que lo ponen en duda, y llevo al menos 20 años siguiendo esta historia con el mismo interés que dedico a la temporada de la Fórmula 1.

Bakker fue uno de los asesores científicos de Parque Jurásico, la película de Spielberg, junto con Jack Horner. Horner me cae mal, no sé por qué exactamente, pero me resulta tan poco agradable como Juan Pablo Montoya (otro que no tiene la culpa de caerme mal). Horner ha propuesto, con base en sus estudios, datos y análisis, la hipótesis de que el tiranosaurio rex no era un feroz depredador que cazaba sin piedad a otros dinosaurios, como rey del jurásico, sino que era un carroñero que se aprovechaba de las presas de otros y de las muertes naturales. En pocas palabras, Horner degrada al tiranosaurio de fiero león a repugnante hiena o desgarbado buitre.

Lo malo es que la hipótesis de Horner no se puede desechar fácilmente, por mal que nos caiga. Los datos y pruebas que aporta (y sigue aportando, ya que todos los veranos va a los yacimientos de fósiles a buscar esqueletos de tiranosaurio más completos) son sólidos y no tienen nada que ver con la antipatía que a mí me despierta gratuitamente. Como en el caso de la hipótesis pajarraquera de Bakker, en cualquier momento puede haber un descubrimiento que le dé la razón a Horner o se la quite.

La ciencia se reescribe diariamente, cambian las hipótesis, aparecen nuevas teorías (sustentadas en pruebas, no en ocurrencias) y de cuando en cuando hay un descubrimiento tan estremecedor que provoca un reacomodo en todo nuestro cuerpo de conocimientos (el ejemplo clásico es la Teoría de la relatividad de Einstein). Y todo eso ocurre sin dolor.

Tanto Bakker como Horner pueden tener razón o no, las investigaciones siguen. Y lo que prevalecerá es la verdad, según la vieja sentencia de que "La verdad es la verdad, dígala Ulises o su porquero Eumeo" (o Agamenón, si quiere usted ignorar la historia de la Odisea).

La simpatía de uno u otro, lo "convincente" o "educado" que sea tienen poca importancia a la hora de los hechos.

En el mundo del conocimiento (y en el mundo de los principios y de la ética) no cabe el principio de autoridad, que es, finalmente, una falacia. Algo no es más verdadero porque lo diga alguien que sea un "experto" ni es más falso porque lo diga cualquier mindundi en la calle.

Todo esto viene a cuento porque es un ejemplo muy esclarecedor de la diferencia entre la ciencia, que cambia porque aprende cosas nuevas constantemenet, y la pseudociencia o anticiencia de los ocultistas que venden libros, revistas y consultillas sin haber hecho absolutamente nada por incrementar el conocimiento del que disponemos.

Y viene a cuento también porque, el 12 de enero, la revista Nature anunció un descubrimiento que, de ser cierto, nos hará reevaluar muchas teorías sobre nuestros propios orígenes más lejanos.

Hasta donde sabíamos antes de este descubrimiento, durante la era de los dinosaurios los mamíferos eran pequeños roedores similares a ratones, que vivían escurriéndose entre la maleza y condenados a ser desayuno, almuerzo o cena de cualquier dinosaurio que anduviera por ahí. Fue, se supone, la extinción de los dinosaurios, la que dejó vacantes multitud de nichos ecológicos que los mamíferos ocuparon poco a poco: el de depredador, el de arborícola, el de rumiante de las llanuras, etc., etc.

Pero el 12 de enero, científicos del Museo de Historia Natural de Nueva York anunciaron el hallazgo de un fósil de mamífero de 130 millones de años (es decir, del mesozoico), que contenía en su interior los pequeños huesos de un bebé dinosaurio. Y al parecer era un depredador (no "predador", por favor, no pateemos más al idioma, que para eso ya está la RAE), no un simple carroñero: nos lo dicen sus dientes y el tamaño de la presa.

Antes que tener el tamaño de una musaraña o ratón, el bicho, llamado por sus descubridores Repenomamus robustus, era del tamaño de un gato y su aspecto era el de una zarigüeya malencarada con enormes dientes. Y los descubridores tienen además otro mamífero, éste del tamaño de un perro, llamado Repenomamus giganticus. Noventa centímetros del hocico a la punta de la cola.

Si se confirma el descubrimiento, con las dataciones del caso y, sobre todo, con el hallazo de nuevos fósiles, la historia natural de los mamíferos, y por ende de nosotros, deberá reescribirse para darle a los mamíferos de tamaño más grande un espacio en el mundo mesozoico, y para establecer que además de ser el plato principal de la cena, también eran comensales al menos en algunos casos.

¿Es que estaba mal todo el conocimiento anterior? No. Estaba incompleto. En ciencia, los conocimientos nuevos raramente desplazan a los anteriores, los enriquecen y los complementan. Ahora tenemos una imagen más completa del mesozoico y un montón de nuevas preguntas que no estaban allí el 11 de enero. ¿Ahora sí ya sabemos cómo era el mesozoico? No, faltan muchos nuevos descubrimientos, muchísimos, y todos ellos deberán pasar la prueba de la comprobación independeiente para poder ser considerados, efectivamente, parte del conocimiento y no parte de una fantasía.

Todo el sistema que rechaza el ocultismo o parapsicología y que lo hace tan emocionante como ver una carrera entre dos piedras movidas por telequinesis. Como ellas, la parapsicología no avanza absolutamente nada.

Y yo, francamente, me quedo con la emoción de la ciencia y de la Fórmula Uno, disciplina en la que hay grandes deportistas y en la que el diseño de nuevos automóviles como el R-25 que pronto estrenará Alonso se realiza sin echar mano de telépatas, astrólogos, sicofoneros, hipnotizadores, y demás inútiles cuya relación con la realidad es más bien tenue.

Aunque gane Horner y pierda Bakker, ganamos todos.