Ahora que en Estados Unidos se está preparando la versión final de la nueva legislación de atención a la salud que pretende resolver en parte los problemas que ha planteado una sanidad privada, cara y excluyente de los más pobres, se ha levantado una peculiar voz pidiendo que, muy democráticamente, no se excluya de la atención médica alguna forma alternativa de supuesta atención a la salud. Más exactamente, la oración.
En Estados Unidos está razonablemente extendida la creencia en la "ciencia cristiana", fundada en 1866 por una señora que oía voces, Mary Baker Eddy, nativa de New Hampshire. En un resumen muy apretado, la única fuente de salud es dios, y la única forma de curar es orar intensamente para, supone uno, convencer al dios cristiano, doblegar su voluntad de tener enferma a una de sus criaturas o sobornarlo con alabanzas para que, conmovido, decida curar al enfermito. Los "christian scientists" dicen más bien que oran para espiritualizar sus pensamientos, cosa que no es muy clara, pero dicen que cura.
Una practicante de los rituales de oración de la "ciencia cristiana" es una tal Susan Breuer. Practicante profesional, se entiende, es decir, que un señor certificado por la "Iglesia de la Ciencia Cristiana" le dio la formación necesaria para curar por medio de la oración, y ella ofrece servicios de oración curativa a cambio de honorarios. Ella considera que sería injusto que la nueva ley no cubriera a quienes creen en su forma de "tratamiento médico", según informa The San Francisco Chronicle. Y, por supuesto, toda la iglesia en cuestión está de acuerdo y tiene a sus cabilderos presionando a los legisladores estadounidenses para que no "discriminen" a los electores que creen en las curaciones religiosas, legislando de modo que las aseguradoras privadas tengan la obligación de pagar las oraciones como tratamientos médicos, cubriendo los honorarios de personas como Susan Breuer.
Rápidamente se han sumado a esta idea quienes creen en las religiones de los indios norteamericanos, los que tienen clínicas "holísticas" y un montón más de interesados en cobrar, bajo la consigna de que "la atención médica no es la única forma de atención a la salud".
Si esto parece absurdo a la distancia, quizá convenga recordar que los cabilderos de la homeopatía, financiados por la multinacional Boiron, han tenido éxito en integrar a la homeopatía en los esquemas de la sanidad francesa, y están presionando fuertemente para que los tratamientos homeopáticos se acepten como válidos "porque mucha gente los quiere". Y el argumento tiene peso entre los políticos atentos a cada voto.
En realidad, todos los brujos y santeros, todos los que practican cualquier forma de supuesta curación con el adjetivo de "alternativa", desde los que imponen las manos hasta los acupunturistas, desde los que practican la medicina china con huesos de tigre hasta los que diagnostican con ayuda de los espíritus o los extraterrestres, podrían decir que, habiendo gente que prefiere sus prácticas a las de la medicina basada en evidencias, su trabajo también debía estar cubierto por la sanidad pública y privada, y la seguridad social y los seguros médicos privados deberían pagarles cuando un paciente acude a ellos.
Estrictamente, no podemos aceptar a la homeopatía y rechazar la "ciencia cristiana" sólo porque una suena más absurda que la otra, o porque una está más cerca de nuestra experiencia cultural.
Para aceptar o rechazar una práctica de supuesta atención a la salud, los legisladores no tendrían que partir de la base de cuántos votos podrían comprar con el escaso dinero de la sanidad entre creyentes de las más diversas supuestas terapias. Tampoco deberían basarse en las presiones y capacidad económica de los interesados en obtener uno u otro resultado en las votaciones que los beneficie financieramente. Ni mucho menos deben depender de los medios, las creencias populares, lo que "todo mundo sabe" y otros elementos poco útiles.
La única forma que deberían usar los legisladores para deterrminar la diferencia entre las distintas prácticas que dicen curar es someterlas exactamente al mismo criterio y a las mismas exigencias: ¿pueden probar su efectividad?
Curiosamente, la legislación sanitaria exige una enorme cantidad de requisitos (y aún así a veces son insuficientes) para permitir la venta de un medicamento, o de un aparato médico. Hay controles, comités de evaluación, expertos y estudios que deben satisfacerse. Pero esa misma legislación sanitaria permite la venta de supuestos medicamentos homeopáticos, infusiones, cristales, extractos vegetales y literalmente miles de productos sin prácticamente ningún control. Basta que los productos se presenten, por ejemplo, como "complementos alimenticios", y las leyes cerrarán los ojos a que afirmen que tienen la capacidad de curar las más diversas enfermedades. Esa misma legislación, que exige un alto nivel de conocimientos comprobables y comprobados a quienes aspiran a ejercer la medicina o incluso la fisioterapia, permite que pongan su chiringuito y su caja registradora todo tipo de pseudoterapeutas, brujos, sanadores, masajistas, quiroprácticos, acupunturistas y demás.
Esta diferencia sólo puede ir en detrimento de la salud de la población.
Si las supuestas terapias alternativas pueden curar, sólo tienen que demostrarlo. La medicina basada en evidencias no se llama así porque el nombrecito sea impresionante, sino porque, efectivamente, se basa en evidencias, en pruebas, en estudios debidamente controlados, realizados con rigor, documentados paso a paso, que nos permiten saber con certeza, por ejemplo, que los antibióticos curan las infecciones en la inmensa mayoría de los casos, e incluso explicar qué pasa cuando un antibiótico no tiene éxito e indicar el camino a seguir o los otros antibióticos que deben emplearse.
Los procedimientos para determinar la efectividad de una terapia no son caprichosos, ni exclusivos de la medicina o de la farmacobiología. Son los mismos que usamos para diseñar alas de aviones, pantallas de plasma, automóviles y edificios. Y son esos procedimientos los que deberían emplearse para determinar, sin prejuicios, si realmente la oración, el agua destilada, los colores, los cristales, las agujas, las manipulaciones vertebrales, los sahumerios, los bailes del médico brujo o los huesos de tigre curan algo o no.
Ninguno de los practicantes de estas rentables disciplinas, sin embargo, está dispuesto a someterse a estudios controlados, rigurosos e independientes. Dicen que no se puede demostrar "científicamente" que curan. Uno se pregunta, claro, cómo se puede demostrar de un modo "no científico" que realmente las personas que tienen úlceras estomacales, cáncer, esclerosis lateral múltiple, síndrome de Costello, diabetes o SIDA se curan. Es decir, si se curan se curan, punto. Si no se quiere someter esto a prueba, lo más probable es que haya gato encerrado.
Ésa es la única forma que hay de diferenciar una práctica real de una superstición.
Pero los legisladores, y esto es lo más triste, no lo saben. Y nadie se los está diciendo. Mientras las prácticas más diversas no demuestren, clara y contundentemente, que tienen una eficacia demostrable y representan un bien para los pacientes y no un riesgo, legitimarlas es legitimar la superstición, el yuyu, las creencias, bienintencionadas o no, de muchas personas cuyo bienestar es parte de la obligación que tienen quienes administran la vida pública.
(Gracias a Montserrat Redondo por llamar mi atención a los delirios de la tal Susan Bauer.)