Los paranormalistas en general viven bajo el peligroso delirio que sólo ellos tienen derecho a hacerse publicidad.
Me explico: los paranormaleros tienen hordas de páginas web, cada una más majadera que la otra, programas de radio en los que proclaman las bondades de sus productos, revistas a tutiplén, libros numerosos que demuestran nuevamente a ojos de una humanidad incrédula, que el material más resistente del mundo es el papel, sustancia que puede aguantar toneladas de tarugadas.
En los medios de comunicación que controlan (que efectivamente controlan ante la indolencia de periodistas, ejecutivos, dirigentes y hasta accionistas), estos pillastres se sienten con impunidad de soltar las barbaridades más egregias sin soltar la carcajada. Es su derecho, aseveran.
Pero cuando se enfrentan a personas que los critican, de inmediato ponen el grito en el cielo, buscan conculcar los derechos de los críticos y se quedan en un argumento simplón y hambriento de lógica: si no les gusta el misterio, lo paranormal, los fantasmas, los platillos volantes, los monstruos, las conspiraciones peyoteras, los viajes en el tiempo, la telepatía y demás camamas del mundo del embuste organizado, pues que no lean revistas, que no entren a páginas Web, que no compren libros, pero ¿por qué carajos tienen que ponerse a criticar y a oponerse a la difusión de nuestra publicidad?
A modo de respuesta (no para los paranormaleros, que como todo el mundo sabe son herméticos a la razón, sino para la gente normal que pueda encontrarse con este argumento tan desharrapado y desnutridillo) va la siguiente historia, que vimos en un documental recientemente. Perdonarán la falta de nombres y precisiones geográficas, pero no fue sino hasta el final del documental que caímos en la cuenta de lo importante que era para la lucha contra la irracionalidad ambiciosa, y para entonces era demasiado tarde para tomar notas.
En algún país asiático debidamente depauperado, explotado y donde los vendedores de supersticiones tienen campo libre (quizás Pakistán, pero no podría apostarlo), un niño exhibía un tumor abdominal verdaderamente alarmante. Después de una valoración de médicos asombrados, se procedió a una intervención quirúrgica para remover el tumor.
El tumor era verdaderamente horrible, y lo digo habiendo hecho disección de cadáveres en medicina en la UNAM y colaborado en socorro de montaña, en algún accidente de automóvil y durante los días posteriores al terremoto de septiembre de 1985 en México, entre otras muchas cosas que me han hecho ver objetos y situaciones verdaderamente desagradables en este medio siglo.
El tumor tenía brazos, deformes, pero brazos, piernas y una larga cabellera, y estaba conectado al niño por medio de una especie de cordón umbilical mediante el cual ejercía un verdadero parasitismo en su huésped.
Algo así es como para que los vendedores de misterios escriban el consabido libro de barbaridades seudomisteriosas, pero es algo que para los médicos y científicos dedicados a la embriología es un hecho que ocurre, así sea de manera poco común, y está perfectamente explicado. Los médicos trataron de explicarle a los padres que el tejido extirpado podía ser dos cosas: un teratocarcinoma o un gemelo parásito.
La diferencia no es trivial. Un teratocarcinoma es una forma de cáncer originada en las células germinales que se presenta sobre todo en recién nacidos, un tumor que puede, sí, incluir piel, dientes, pelo y otros materiales, y que puede ser tremendamente maligno, lo que significaría para el niño de la historia el riesgo de haber conservado, pese a la extirpación del tumor, un cáncer maligno que puede seguir dañando al niño y provocando diversas metástasis.
Un gemelo parásito, por otra parte, es sencillamente un gemelo idéntico que no se formó completamente y que puede estar presente en el cuerpo de su gemelo sano de muy distintas maneras, como el famoso caso del niño indostano Laloo, cuyo gemelo (brazos, tronco y piernas) colgaba de su abdomen (siendo fines del siglo XIX, lo único que pudo hacer Laloo para vivir fue exhibirse en el espectáculo de P.T. Barnum, una especie de J.J. Benítez de la época). No se trata de un problema genético, sino de un error de origen no precisado en el desarrollo embrionario de dos gemelos idénticos, de modo que el parásito se puede extirpar del niño afectado quedando éste en situación normal y que puede reproducirse sin riesgo alguno. En el caso de este niño, el tipo de gemelo parásito se llamaría fetus in fetu o endoparásito, en el cual el parásito está totalmente contenido dentro de su gemelo bien formado.
(Por cierto, el actor cubanoestadounidense Andy García nació con un gemelo parásito en un hombro. Por cierto, también, Stephen King ha escrito alguna novela de su estilo sobre el tema de los gemelos parásitos, pero esa historia de terror es ficción y fantasía, no información.)
Los padres entendieron lo que su circunstancia les permitía entender.
Miembros de una cultura mágica y desprovistos de la educación a la que teóricamente tienen derecho cuanto personas, y siendo además pobres, de aldea y con un cuerpo de creencias bastante sólido, su conclusión fue que, o bien se trataba de un cáncer que, según sus creencias, sería "culpa" de la madre, o bien se trataba de un gemelo parásito en cuyo caso no era "culpa" de nadie.
El asunto se complicaba por el hecho de que su creencia y cultura (no recuerdo cuál era, lo siento) permitía que, en el primer caso, el padre repudiara a la madre y se hiciera humo mientras la buena señora se quedaba con el hijo a ver cómo sobrevivía mientras el potente macho sin culpa se lanzaba a buscar una doncella "adecuada" para trasladar su simiente hacia el futuro. En el segundo caso, la mujer era "premiada" con la conservación de su marido, su familia y su estatus social.
Fue llamada una experta en gemelos parásitos, que se presentó algún tiempo después en el hospital para revisar el tejido extirpado.
Aquí fue cuando me di cuenta de cuánto tenía que ver este documental con la lucha contra la irracionalidad organizada y esquilmadora de inocentes: la madre, reunida con la médico experta en gemelos parásitos, ponía la esperanza de su vida futura en manos de la mujer. "No he dormido", decía la mujer, "pensando en qué hice mal, dónde me equivoqué, por qué este castigo".
Por supuesto, de lo que dan ganas al ver a esta sencilla mujer aterrorizada y, sobre todo, sumida en la culpabilización impotente, es de ir a ella y decirle: "No importa lo que diga tu religión, tu chamán, tus creencias milenarias, tus venerables tradiciones: tú no tienes la culpa. Incluso si fuera un cáncer, tú no tienes la culpa. Y si fuera un problema genético debido a una mutación que yaciera en tus propios cromosomas, seguiría sin ser tu culpa porque todo eso es asunto de fenómenos sujetos al azar y a leyes naturales que no tienen nada, absolutamente nada que ver con el pecado, con la ira de los dioses, con el puto karma ni con la voluntad de nadie, dios, demonio o persona".
Por supuesto, decirle eso sería como hablarle en un idioma extraño. El mundo, su sociedad, sus medios, han instalado en ella un condicionamiento extremadamente difícil de romper.
La experta procedió a la revisión del tejido extirpado. Nada como para verlo mientras uno está cenando. Determinó rápidamente que no se trataba de un amasijo desordenado de células como sería el caso de un teracarcinoma, sino que había en él el orden de un ser. Las palabras de la doctora eran inquietantes: "Esto al parecer quería ser un ojo, y detrás de este pliegue de algo que quería ser un rostro está el otro ojo..."
Un gemelo parásito.
La noticia, para la mujer afectada, la madre, fue recibida con un agradecimiento que, sin embargo, iba dirigido más a alguna deidad o fuerza preternatural que a la médico. Lo que la médico estaba diciendo sonaba a oídos de los padres como una sola frase sencilla: "La madre no tiene la culpa", y ello significaba, en toda su amplitud, quitarle el baldón de anormal al hijo (al menos en parte) y, sobre todo, permitir que la unidad familiar siguiera adelante, que se eliminara la posibilidad de un dolor y sufrimiento enormes y que la buena mujer pudiera seguir satisfaciendo su función social de parir hijos para perpetuar a su marido (sin recibir ningún crédito por perpetuarse a sí misma, por supuesto).
A mí me parece evidente que tal ignorancia es indignante, que el sufrimiento de esa mujer buscando en sí la "culpa" de lo ocurrido es fácilmente prevenible.
Me parece igualmente evidente que es indispensable seguir luchando para que la educación científica, crítica y libre llegue a todos los seres humanos de manera oportuna, lo que implica también la lucha contra la difusión impune del pensamiento mágico.
No una educación "tradicional" con las patrañas, supersticiones y creencias irracionales de otros tiempos.
No una educación dominada por fanáticos religiosos que pretendan negar hechos como la evolución de las especies.
No una educación en la que Aramís Fúster, Bruno Cardeñosa, Walter Mercado, Íker Jiménez, Esteban Mayo, Javier Sierra, Santi Molezún, Jaime Maussán, Shaya Michán, Pedro Amorós, Rappel, Carlos Trejo, Paco Porras y otros miembros de la misma manada puedan hablar sin estar sujetos a la misma crítica y análisis a la que están todos los demás seres humanos.
Lo siento, a mí no me basta pasar de largo ante las páginas Web llenas de estupideces de los paranormalistas, ni me basta no comprar sus revistas y libros, ni me puedo conformar con fingir demencia al verlos depredar la inteligencia y la buena disposición (cuando no los problemas emocionales) de sus víctimas.
Algunas personas sentimos que difundir las críticas a las patrañas de estos personajes, confrontar sus tonterías con hechos, desvelar sus mentiras, exhibir su ignorancia y su mala fe y promover activamente el conocimiento certero y el pensamiento crítico es una obligación de quienes hemos tenido la enorme suerte de tener maestros que nos enseñaron a pensar antes que a repetir datos, de tener acceso a libros informativos y críticos, de habernos tropezado, acaso por suerte, con otros que en su momento se opusieron a otros charlatanes igual de desvergonzados.
Una obligación moral que es agradecimiento a quienes nos salvaron de ser babeantes adoradores de mamarrachos impresentables, pero, sobre todo, una cuestión de principios.
Dejémoslo aquí para que los paranormalólogos que suelen visitarnos vayan ahora a pedir prestado un diccionario para que averigüen qué coño es eso de los "principios".