Por ejemplo, esta semana se inauguró la plaza Amnistía Internacional en Pulpí, Almería, cuyo aspecto central es un reloj de sol llamado "Los cuatro elementos", con el regocijo de la alcaldesa. Mientras tanto, El Comercio de Ecuador informa que el candidato presidencial Lenin Torres recorre el país tocado con una gorrita que lleva “una estrella flamígera, símbolo de la providencia, y las energías de los cuatro elementos (agua, tierra, fuego y aire)”. El adelantado de Segovia avisa que artista segoviano Alberto Reguera aterriza en Sydney, Australia con una exposición caracterizada por "una mirada centrada en la naturaleza, en sus cuatro elementos...", mientras que Diario del Alto Aragón advierte que el escultor Pascual Berniz expone en Teruel unas figuritas reunidas bajo el originalísimo título de... "Los cuatro elementos". Por si eso fuera poco, Canarias24horas.com anuncia que la compañía teatral Eclipse, con el aplauso y los recursos del ayuntamiento de San Sebastián La Gomera se ocupa de desinformar a los colegiales con "un espectáculo de cuento interactivo que partiendo de los cuatro elementos de la naturaleza (Tierra, Agua, Fuego y Aire) cuenta historias llenas de enseñanzas", enseñanzas, agregaría yo, que evidentemente no contemplan la química, la física ni el estudio serio del universo, sino probablemente papilla newagera sobre la Tierra y la ecología mal entendida, pero puedo equivocarme. Y en Argentina, los escritores de Eldorado invitan a un encuentro literario en noviembre explicando que "la consigna para la ocasión es 'Los Cuatro Elementos' a los fines de su participación en la 'Antología del Cuarto Encuentro de Escritores - Eldorado 2006 – Los Cuatro Elementos'. Prevalecerán los trabajos que contengan valores ecologistas y compromiso social". De nuevo, compromiso social pero con alquimia medieval, para vergüenza de tales escritores.
Son sólo las noticias que aparecen en Google en tres semanas, no crea que me quemé las pestañas mucho. El cuento de los cuatro elementos vive, como viven tantos mitos.
Fueron los griegos los que tuvieron la ocurrencia de que el universo estaba compuesto de cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego. Estos elementos, aseguraban, conjuntaban de maneras diferentes dos aspectos que los griegos conocían bien: el calor y la humedad. Así, en su lógica, el fuego es caliente y seco, la tierra es fría y seca, el aire es caliente y húmedo, y el agua es fría y húmeda.
No se fije usted mucho en que la tierra puede ser caliente y húmeda, que el aire puede ser frío y seco y que el agua puede ser caliente, porque si empieza a fijarse en esas minucias, se verá obligado a echar a la basura la idea de los griegos y empezar por otro lado un poco más serio que el calor y la humedad subjetivas del universo. Después de todo, difícil es pedirle más a los griegos que no tenían formas de medir otros aspectos más permamentes que la humedad y el calor. Es decir, era un modelo inadecuado, pero al menos era un intento por ir viendo de qué se trataba el mundo.
Pero los números tienen un atractivo indudable. Hipócrates identificó a los cuatro elementos con los cuatro "humores" del cuerpo humano que suponía que existían: la bilis amarilla (fuego), la bilis negra (tierra), la sangre (aire) y las flemas (agua).
Tampoco se ponga a pensar que los cuatro humores son húmedos, así que difícilmente estarán secos, y que los cuatro tienen la misma temperatura, la del cuerpo humano, porque se nos adelanta.
Y la ciencia tardó bastante en adelantarse. Aristóteles tomó los cuatro elementos y decidió que eran corruptibles y terrestres, mientras que los cielos eran perfectos (esa falta de telescopios cómo hace daño), de modo que había un quinto elemento (nada que ver con la película), una quintaesencia que era el éter, del que estaban hechas las estrellas.
Y con eso decidido, la humanidad se desentendió del tema y aceptó ciegamente los cuatro elementos griegos durante siglos. Al menos la humanidad occidental, porque el taoísmo tenía su propio sistema, igualmente arbitrario, de cinco elementos: agua, tierra, fuego, madera y metal. Y se acabó. Los alquimistas, por ejemplo, se quemaron las cejas en sus velas tratando de determinar qué composición de los cuatro elementos intervenía en cosas tan distintas como el mercurio y el oro, el plomo y las plumas de pato, y se dejaron la vida tratando de sumarle fuego acá y quitarle aire allá a ciertos materiales para convertirlos en otra cosa. El gran promotor de este desperdicio de tiempo y dinero fue Jabir (Geber) ibn Hayyan, alquimista árabe del siglo VIII que introdujo la novedosa concepción (es decir, la ocurrencia gratuita) de que los materiales tenían dos de los elementos interiormente y los otros dos exteriormente, y la reorganización de estos cuatro elementos podía provocar la transmutación de los metales, dar la juventud eterna y realizar otras maravillas. Sugirió además (total, ya puestos a inventar) que un material solo y por sus pistolas podía hacer esto: la piedra filosofal.
Los alquimistas no lograron jamás la piedra filosofal, pero tuvieron un éxito nada despreciable en la tarea de sacarle dinero a los ricos y poderosos de su época con la promesa de convertirles en oro el castillo si les daban suficiente tiempo y suficiente dinero y suficiente vino y suficiente pato al horno y suficientes doncellas dispuestas a dejar de serlo. En ese sentido, los alquimistas y su seudociencia fueron sin duda dignos antecesores de los paranormalólogos, videntes, descubridores de caras pintadas en el piso y otros himbestigadores parapsicológicos que siguen prometiendo su versión de la piedra filosofal (la telepatía, la foto de fantasmas, el extraterrestre amaestrado) si usted les compra suficientes libros, revistas y cursillos de parapatochadas por correspondencia.
Por contraparte hubo algunos alquimistas más ubicados en la protociencia, eran la salvedad que quería entender el universo, y que en general murieron pobres, ignorados pero un poco menos ignorantes que cuando empezaron, y que descubrieron procesos industriales o técnicas metalúrgicas y mineras aunque sin poder entender realmente por qué las cosas funcionaban como funcionaban.
El asunto siguió igual, y allí estarían hoy los Amoroses y los Jiménez y los Benítez y hasta cosas como el bobo de guardia del ocultismo español (sí, Bruno Cardeñosa) hasta que esos señores que siempre hacen preguntas incómodas y se preocupan por buscar las respuestas, los científicos, se dieron cuenta de que tal simplismo no servía realmente para explicar el universo, que el fuego era una forma de energía, el agua un compuesto, el aire una mezcla de varios elementos y la tierra una mezcla de muchísimos más elementos. Así que se pusieron a averiguar realmente qué era lo elemental. Así, superaron el modelo griego, que pertenece a la historia de la protociencia, al mismo nivel que la adivinación por las entrañas de las aves, la medicina por medio de sangrías y la construcción con uso de trabajo esclavo.
El primer químico que pintó la raya entre la alquimia y la química fue Robert Boyle, en el siglo XVII, con su libro intitulado, para desgracia de los orates de ayer, de hoy y de siempre, El químico escéptico. Boyle tuvo la extraña idea de que quizá fuera útil ser sistemático y metódico en sus experimentos, y filosóficamente más estricto como lo había sido Francis Bacon con sus raras ideas de experimentar, y como resultado de sus experimentos científicos descubrió, entre otras cosas, que el volumen de un gas es inversamente proporcional a su presión.
A partir de que en el siglo XVII Antoine de Lavoisier fundara la química de verdad (que, como vemos, no es "hija de la alquimia" como la astronáutica no es "hija de los arrieros de mulas"), se empezaron a descubrir elementos. 19 en el siglo XVIII, 51 en el siglo XIX y 30 en el siglo XX. Este frenazo en el siglo XX se debe, básicamente, a que a los científicos se les acabaron los elementos naturales y varios de los nuevos, al igual que los 5 que se han descubierto-creado en el siglo XXI no existen en la naturaleza. De los 118 elementos que conocemos hoy, sólo 91 existen naturalmente en la tierra, y otros tres se han detectado en otra partes del universo.
Pero, oh, maravilla de maravillas, después de esa lucha titánica por encontrar y afinar un método que realmente nos permita estudiar el universo y enterarnos de cosas sólidas, se sigue hablando de los cuatro elementos.
Y no sólo hablan de los cuatro elementos los tarotistas, los curanderos (en especial los naturistas con sus teorías de la curación con salvajadas como las "envolturas de agua fría" para equilibrar, según ellos, las temperaturas de los humores del cuerpo) y otros zampabollos desvergonzados, sino que también se encuentran como parte de la "cultura popular" en numerosas conversaciones, en afirmaciones de presentadores de la televisión y la radio, en artículos de periódicos... en fin...
Y lo que parecería inocente, como enseñarle "ecología" a los niños hablándoles de "los cuatro elementos" sin siquiera explicarles que se trata de un juego imaginario sin relación con la realidad, se convierte en forma de abonar el terreno mental de esos inocentes para que el día de mañana les caiga encima cualquier buitre, tarotista, astrólogo, curandero, adivino, vidente u otra variedad de cantamañanas y los encandile asegurando que pondrá los maravillosos cuatro elementos al servicio de su salud, su riqueza o su capacidad amatoria o ligatoria.
Sin contar con que al niño al que le relataron bonitos cuentacuentos y lo llevaron al parque a ver el reloj de sol y a las exposiciones de los artistas que no tienen idea, probablemente le parezca muy sospechoso que un día llegue un profesor y le cuente eso de que hay decenas y decenas de elementos que hay que estudiar y que en lugar de sumarse por humedad y temperatura tienen correlaciones tan infernales como las valencias, y tienen spin y neutrones y protones y electrones que no se pueden ver, y además se complican con isótopos y otras barbaridades... y así, la pseudociencia gana batallas.
Al respecto, no puedo sino anotar el epitafio que supuestamente ostenta en el Panteón Jardín de México la tumba del doctor Alfonso Luis Herrera, biólogo, farmacéutico y naturalista mexicano (1868-1943) destacado en diversas actividades y que fue además un ferviente darwinista que escribió dos libros sobre los procesos de variación y adaptación y que le trajeron los problemas de rigor con los paranormaleros de su tiempo. Si el epitafio no es cierto, debiera serlo, en todo caso:
El error tiene la victoria, pero la verdad tiene la esperanza.