Más allá del simple sadismo, del abuso del débil y otras sociopatías, la violencia contra la mujer tiene gran parte de su origen en la idea de que la mujer es propiedad del hombre, en cierta medida poco diferenciable de un mueble, el ganado, las vasijas y otras posesiones del señor. La idea es que, "naturalmente", la mujer debe someterse al hombre, obedecerlo y "respetarlo" en el sentido más servil, y por ende el señor tiene el absoluto derecho de "corregir" a la mujer golpeándola, como puede golpear a un perro, al caballo o a un esclavo.
Eso es lo que suelen decir las religiones, en particular los monoteísmos dominantes en nuestro mundo: cristianismo, judaísmo, islamismo.
Los medios de comunicación señalan, y hacen bien, la adscripción religiosa de los agresores cuando judíos ortodoxos persiguen a las mujeres que no siguen sus leyes morales con "policías de la modestia" y por supuesto levantan la voz contra el integrismo islámico cuando los talibanes cometen atrocidades contra las mujeres.
Pero cuando un cristiano viejo le mete una paliza a su arisca mujer, o directamente decide matarla al grito de "mía o de nadie", los medios se cuidan mucho de señalar que los conceptos de posesión, castigo, sumisión, obediencia, y "hasta que la muerte nos separe" no se los ha inventado el delincuente en sus cogitaciones nocturnas, sino que está actuando de acuerdo con su religión.
La religión que, como los otros monoteísmos, dice que la mujer tiene la función esencial de parir y callar.
La religión que teme a la mujer libre, a la mujer dueña de su sexualidad, a la mujer que tiene objetivos distintos de los marcados en los pasajes más repugnantes de sus libros sagrados.
Mientras la iglesia católica campe por los países europeos y latinoamericanos, controle las escuelas y domine a las comunidades dirigiéndolas con homilías semanales, cuando no diarias, toda la lucha contra la violencia de género estará condenada a ser un paliativo menor, a atacar la periferia del problema.
Y no se crea que únicamente es el hombre la víctima de las enseñanzas de una iglesia retrógrada, precientífica, dominada por hombres sexualmente frustrados. La mujer que baja la cabeza y acepta la golpiza, la que explica los signos de violencia aduciendo su propia torpeza al golpearse con puertas, caer de escaleras y otras justificaciones para su marido, la que no se atreve a denunciar desde el primer golpe al energúmeno que pone en riesgo su vida y atropella su dignidad, es también resultado, en parte, de las enseñanzas de la iglesia católica.
¿Qué puede pensar una persona a quien se le ha dicho desde su más tierna infancia que surgió de la costilla del padre de la humanidad, que fue ella quien le causó a la raza humana la desgracia de perder el paraíso, que está representada por una desobediente como la mujer de Lot, que es objeto de intercambio como las hijas de Lot o la esclava de Abraham, que existe para casarse y parir hijos, que sólo es buena si renuncia al placer sexual y a su libertad, como lo hizo María Magdalena, que no debe siquiera hablar en la iglesia, como sentencia San Pablo en sus epístolas, que es malvada y peligrosa según todo tipo de santos?
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La mujer sumisa es hija de las creencias irracionales de la iglesia tanto como el macho golpeador, altanero y violento. Y como la iglesia católica reconoce pocos errores y tarda unos 500 años en conseguirlo, somos nosotros, los ciudadanos, los que debemos poner el alto a esta brutalidad, nosotros los que debemos denunciar la corresponsabilidad amplia de las enseñanzas religiosas (incluso de lo que se imparte en la "clase de religión" pagado con nuestros impuestos para someter a las niñas y envanecer a los niños) en la muerte de cada mujer que se nos presenta sólo como "víctima de la violencia machista" sin que los medios tengan el valor necesario para indicar que son víctimas de la estupidez religiosa tanto como las mujeres judías, musulmanas y otras muchas en todo el mundo, cada una aplastada por las creencias y deidades de su cultura.
Alto a la violencia significa también alto a la propaganda religiosa sin una visión equilibrada y que compense las posturas de la fe irracional con la razón, la compasión y una ética sin dioses malcriados.