La zona del silencio (Foto CC-BY-SA-3.0 o GFL de Cryptocône, vía Wikimedia Commons) |
El problema, como siempre, es que si uno se almuerza la media hora donde la mancuerna formada por Jiménez del Oso y el ovnimillonario Juan José Benítez se pasean por el desierto, verá mucho rollo, mucho cuento, mucha historia... pero no verá ni la llegada de micrometeoritos, ni un experimento controlado que demuestre que "algo" (uuuuuuhhh... algo muy algoso... algo misteriosooooooo) "interfiere con las ondas hertzianas" de nada, ni mucho menos verá mutaciones ni reses que van como zombies vacunos huyendo de sus pobres ganaderos a morir al pie de un cerro también uyuyuyante y algoso. Nada.
No crea que esto se debe a que al dupla de viajeros por cuenta ajena Jiménez del Oso/J.J. Benítez sean especialmente tontos, o especialmente inhábiles, o especialmente caraduras... es que nunca ha habido ninguna prueba de que todo lo que nos vende tal dúo dinámico sea más que un mito para desplumar turistas en una zona económicamente deprimida. Esta falta de pruebas no ha impedido que los misteriópatas siga repitiendo sobre la "Zona del silencio" .as mismas burradas una vez, y otra vez, y otra vez, y otra vez hasta la náusea.
La historia de este cuento comenzó en 1966, cuando el ingeniero Harry de la Peña, trabajaba para Pemex en labores de prospección en parte del desierto de Chihuahua, en el centro del Bolsón de Mapimí, donde se encuentran los estados de Chihuahua, Coahuila y Durango, en la altiplanicie norte de México.
El ingeniero De la Peña informó una vez que tuvo problemas de comunicación por radio en un punto determinado y decidió que era "culpa" de la zona. ¿Cómo lo supo? Bueno, en realidad no lo supo, pero le sonaba interesante, de modo que se le ocurrión bautizar el lugar como "Zona del silencio". Nunca nadie ha podido encontrar ese punto "silencioso" otra vez, por cierto, ni siquiera Harry de la Peña, que sin embargo durante los años siguientes gozaría con frecuencia de los reflectores del mundo del misterio, participando en documentaletes, series de asombrismo delirante, recortajes con famosos picateclas de lo paranormal y demás.
Así que tenemos una zona del silencio... sin silencio...
El mito, sin embargo, estalló en 1970 cuando un mísil Athena de prueba de la Fuerza Aérea Estadounidense, un cohete diseñado para transportar bombas nucleares en el marco de la guerra fría, falló en su trayectoria y en lugar de caer en White Sands, en Estados Unidos, se desvió y cayó en el desierto de Chihuahua. Entre los problemas que presentaba el asunto estaba el que México tenía relaciones normales con la URSS y con Cuba, con nutridas representaciones diplomáticas, de modo que de enterarse esos países enemigos del accidente, sin duda tratarían de encontrar el cohete y robar sus secretos militares. Otro problema es que aunque el Athena no llevaba un arma nuclear, sí tenía dos pequeños contenedores de cobalto 57, un elemento radiactivo. La recuperación de un arma táctica de prueba en tiempos de la guerra fría fue una operación militar urgente, secreta y misteriosa, con el añadido del miedo a la "radiación".
(Los expertos en estupefacción suelen decir que fue "muy misterioso" que el cohete se desviara y cayera "precisamente" en la Zona del Silencio. No lo es tanto si vemos que la "Zona del Silencio", donde cayó el misíl, White Sands, a donde se dirigía, y Green River, de donde partió, forman una línea recta. Y claro, el verdadero misterio sería cómo es que, si la Zona del Silencio pudo "atraer misteriosamente" al Athena, ni antes ni después atrajo a ningún otro misíl de los miles y miles que se probaron en las bases estadounidenses del suroeste durante décadas y décadas.)
Encontrar los restos de un cohete en un desierto no es cosa fácil. Les costó trabajo. Los vendecuentos se inventaron que hasta allí se había trasladado Werhner Von Braun y hasta le había hecho declaraciones a la prensa mexicana sobre los extraterrestres. No hay ninguna prueba de esto, ni de ninguna visita de Von Braun a México en toda su vida ni menos aún registro hemerográfico del alemán haciéndole al ufólogo, por no decir que esto no era tema de la NASA (como dicen varios), sino de la Fuerza Aérea. Y luego los olímpicos del estupor se preguntaron tonterías como "¿por qué no se podía encontrar el cohete con radar?, ¿acaso porque el radar no funciona en esa misteriosa zona?", sin pensar en que el radar no sirve para encontrar cosas tiradas en el suelo.
Por eso, con máximo secreto y la ayuda del ingeniero Carlos Bustamante como enlace con el gobierno mexicano, la Fuerza Aérea de los EE.UU. contrató gente en Gómez Palacio, Durango, para que peinara el desierto y finalmente encontraron el cráter de impacto y los restos del cohete. Se construyó una vía férrea provisional para llevar vagones con los cuales se retiró no sólo hasta el último remache del misíl, sino también una buena parte del suelo superficial alrededor del punto de impacto, como precaución ante una posible contaminación con el cobalto radiactivo del misíl. Lo menos que quería Estados Unidos, lógicamente, era un escándalo porque algunos vecinos de la zona (especialmente del poblado de Carrillo, el más cercano al punto de impacto) se enfermaran por la radiación.
Para cuando el ejército gringo se retiró, desarmó el ferrocarril temporal y se volvió a casa, la semilla estaba sembrada. En la imaginación de los pasmados, la arena no se la llevaron por el cobalto radiactivo, sino "por las extrañas propiedades magnéticas de la zona". Y le añadieron que se llevaron los "extraños animales" de la zona que nadie ha visto, claro.
Hay que aclarar que nunca nadie define lo que es una propiedad magnética "extraña". Es muy fácil medir los campos magnéticos, y para ello se utiliza un aparato con el extraño nombre de "magnetómetro", y que no es demasiado caro. Pero ningún experto en misterios se ha llevado uno para demostrar si realmente la zona tiene variaciones "extrañas" entre los 0,3 y 0,6 gauss del magnetismo terrestre en nuestro planeta. Uno sospecha (así son los escépticos, ya sabe usted) que no lo hacen porque saben que el comportamiento magnético de la zona no es nada especial... y sobre todo porque saben perfectamente que un campo magnéticosuficiente para alcanzar a los micrometeoritos fuera de la atmósfera terrestre y atraerlos hasta la Zona del Silencio necesitaría una fuerza tal que cualquier material paramagnético se pegaría al suelo y no habría fuerza humana capaz de separarlo, ni de levantar del suelo un micrometeorito ferroso.
Por supuesto, la zona, como todos los biomas de este planeta, tiene una flora y fauna propia, con especies que no hay fuera de él, cosa que no debería asombrar a nadie a menos que cobrara por poner cara de "madremíaquéraroesesto". Pero la riqueza biótica de la zona no incluye las "mutaciones" de las que hablan los de la cara ésa.
Es interesante notar que los "fenómenos" no han sido detectados ni siquiera por los miles de locos seguidores de los vendecuentos de este mundo, desde Jiménez del Oso hasta Allen Hynek, creyentes en los platívolos que han caído sobre la zona en los últimos 40 años, destruyendo muchos valiosos yacimientos fósiles para construirse unas bobaliconas "estrellas de David" con las que creen que van a comunicarse con los etés (y fracasando incesantemente). Estas personas son llamados los "zoneros" por la población local, que los ve como recursos en lo que es finalmente una zona pobrísima en un país del Tercer Mundo cuya pobreza se ha multiplicado desde 1970.
La zona es importante por cosas que nada tienen que ver con la venta de revistas, libros o DVDs, ni mucho menos. Su potencial paleontológico y biológico es enorme, fue mar dos veces, tiene especies endémicas importantes como la tortuga del desierto y merece una atención real como reserva de la biosfera que los comerciantes del babeo nunca le han querido prestar.
Afortunadamente, desde 1979 existe reconocida por la UNESCO la "Reserva de la biosfera de Mapimí", en cuya estación biológica siempre habitada y desde donde se estudia la zona, nadie ha percibido esos "extraños fenómenos" míticos, quizñá. Ni los campesinos y ganaderos de la zona. Ni los depredadores de cactáceas que las venden en Estados Unidos. Ni los cazadores furtivos que operan en la zona. Ni nadie cuya brújula haya fallado y haya muerto de sed en el desierto, porque eso simplemente nunca ha ocurrido. Hay un relato interesante de todo el tema en la disertación doctoral de Andrea Kraus, de 1992, que trabajó en la reserva de la biosfera y concluye lo único razonable, que todo parece un cuento y más vale considerarlo así hasta que los "expertos" en dar espejitos paranormales a cambio de oro de verdad ofrezcan alguna prueba de sus afirmaciones.