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Toda superstición paranormal que se respete tiene que hacer referencia a "las civilizaciones del pasado", a hechos supuestamente ocurridos "desde el inicio de los tiempos", a conocimientos "milenarios, tradicionales y antiquísimos" o a cualquier fórmula similar. Algunas supersticiones apenas tienen un saborcillo a esta visión, mientras que otras, especialmente el niuéich (o New Age), chapotean entusiasmadas en tal pantano de nostalgias fraudulentas.
Pero todas estas hipótesis a medio cocinar comparten una visión pastoril del pasado, al que ven como un tiempo mítico, maravilloso, tranquilo, bucólicamente aburrido (o contemplativamente pleno, si prefieren, a mí me la refanfinfla), donde "el hombre vivía en comunidad con la naturaleza", donde había "fascinantes conocimientos que se han perdido", donde predominaba "la emoción y el sentimiento", donde el cordero yacía con el león haciéndose arrumacos, donde los desinteresados y respetables magos leían el futuro y nos mantenían alerta a los peligros, donde los chamanes sanaban con la fuerza de su fe todas las dolencias de modo que nadie padecía ni una miserable caries, donde los atlantes venían a visitarnos y a iluminarnos sin necesidad de linternas, donde los líderes nobles, justos y santos se comunicaban por telepatía; donde lo "espiritual" brotaba a chorros por los poros de todo ser medianamente vivo, donde nuestros "hermanos mayores" provenientes de las estrellas llegaban en sus platillos voladores y nos construían piramiditas para satisfacer nuestras ansias de tener sombras triangulares, donde los hombres eran hermanos y los alegres pastores soplaban sus flautitas todo el día y danzaban con ovejitas de algodón que no apestaban a mierda porque no cagaban y que nunca se convertían en la chuleta nuestra de cada día.
Pamplinas.
El mundo nunca fue así. La vida de los seres humanos era, como dijera algún autor inglés del medievo, era "repugnante, brutal y corta".
La gente moría generalmente joven, de enfermedades atroces, de lesiones intratables, de guerras crueles, de hambre y de frío, y a los cuarenta años se era un anciano.
La naturaleza ha sido depredada sin cesar desde que los primeros prehumanos agregaron a sus tareas de recolectores y carroñeros la de cazadores.
La ignorancia era atroz y muchos sufrían terriblemente por las supersticiones de sus vecinos.
La tolerancia era un concepto inexistente salvo como excepción.
La justicia no existía como la entendemos hoy, la culpabilidad o inocencia no se determinaban por medio de pruebas, sino por acusaciones, confesiones arrancadas por medio de la tortura o en juicios de combate o de ordalía que son parte de las "fascinantes tradiciones" que sobreviven (recuerdo vivamente un documental de un juicio por ordalía realizado ya en este siglo, donde el acusado debe lamer varias veces una cuchara al rojo vivo, luego el juez le revisa la lengua con el siguiente principio: si es inocente, la deidad correspondiente "no permite" que se queme el delicado órgano, pero si tiene la lengua chamuscada, ampollada o quemada de otro modo evidente, es señal divina de que es por tanto culpable y se le castiga como es costumbre, generalmente con la muerte).
Las enfermedades se llevaban a un elevadísimo número de los niños que nacían en el mundo, fueran de campesinos pobres o de jefes de tribu, reyes o emperadores, mentras que accidentes triviales dejaban irremediablemente tullidos a numerosos ciudadanos.
Un puñado de vivillos se imponía a la mayoría con la fuerza de las armas y les quitaba el fruto de su trabajo para vivir como príncipes mientras las chusmas apenas lograban no morirse.
Las masas vivían aterradas por las supersticiones más bastas: brujas, mal de ojo, hechizos, encantamientos, adivinaciones, amuletos.
Es decir, todos los atributos más despreciables de nuestro tiempo (explotación, guerra, asesinato, tortura, injusticia, hambre, enfermedades prevenibles, miseria, odio, ignorancia y lo que usted quiera agregar) estaban muy presentes, apoderándose del cotidiano de la mayoría de los humanos, en las culturas del pasado. Y esto demuestra también que, si bien parte de la humanidad ha progresado y hoy tiene resonancias magnéticas e Internet, ha dejado atrás con desprecio a la gran mayoría de los seres humanos que no tienen justicia, salud, alimentación, vivienda y otros satisfactores básicos.
Pero los charlatanes y sus seguidores se quieren refugiar de los horrores de este mundo en su pasado pastoril imaginario. Para ello se ocupan de ignorarlo todo acerca del pasado, pero también todo acerca del presente.
Es una forma de neorromanticismo patético.
Traduzco de WordIQ las características del romanticismo del siglo XIX:
Entre las actitudes características del romanticismo tenemos las siguientes: una apreciación más profunda de las bellezas de la naturaleza, una exaltación general de la emoción por encima de la razón y de los sentidos sobre el intelecto, un giro hacia uno mismo y un examen aumentado de la personalidad humana, de sus estados emocionales y potencialidades mentales; una preocupación con el genio, el héroe y la figura excepcional en general, y un enfoque en sus pasiones y luchas internas (...) un énfasis en la imaginación como portal de la experiencia trascendente y la verdad espiritual, un interés obsesivo en la cultura folklórica, los orígenes nacionales y étnicos y la era medieval, y una predilección por lo exótico, lo remoto, lo misterioso, lo extraño, lo oculto, lo monstruoso, lo enfermo e incluso lo satánico.
Creo que la similitud es clara.
Es evidente que una actitud "romántica" (en el sentido filosófico e histórico, sin relación alguna con el amor) puede ser un estímulo sensacional para el arte, y así lo demostraron los escritores y músicos románticos. Pero como actitud ante toda la realidad no deja de ser evasiva, ciega voluntariamente, autocomplaciente y altamente poco solidaria.
Amplío lo de "poco solidaria" y hasta lo aderezo con "reaccionaria", "inequitativa" y "cruel".
La superstición pastoril neorromántica (que incluye tanto a lo paranormal como al agobiante movimiento de "autoayuda" que sólo ayuda a los que venden libros y vídeos) pone el énfasis en el individuo. La persona, sola, acaso con la guía de algún pelagatos que se considera "espiritualmente superior", es la que puede superarse. La sociedad no existe, o no es considerada como fuerza de importancia en el devenir del individuo. Quien no está "espiritualmente desarrollado" es porque "no quiere" ver la verdad y entregarse en los brazos de una u otra creencia. Este pensamiento no está muy lejos de la enseñanza que se da a los niños de las clases dominantes: "los pobres lo son porque quieren, porque no se quieren superar, porque no quieren trabajar duro y ahorrar, porque no les gusta ir a la escuela"... y a la mierda con todas las demás variables que puedan explicar la pobreza, como la explotación, la falta de oportunidades, las escuelas de pésima calidad, la falta de atención a la salud, la desnutrición, el colonialismo económico, las guerras de rapiña, la hostilidad social, la demolición de la dignidad de personas, familias, etnias y clases.
El conocimiento, en esta visión neorromanticoide, es asunto de cada individuo. Si la ciencia es una tarea colectiva de libre acceso, el "conocimiento" que celebran los adeptos es al que llega una persona sola, por revelación, por don divino, por supuestos estudios más o menos herméticos o, en el peor de los casos, por redescubrimiento de los conocimientos perdidos pertenecientes a la dorada era pasada: los "poderes" de Uri Geller, el "fosfenismo" de Francis Lefebure (o la "Medicina sagrada" de Geerd Ryke Hamer), la exaltación de los contactados, la búsqueda de héroes de cartón que se visten como el Coronel Tapioca en polvo y que afirman ser valientes, decididos enemigos de las fuerzas oscuras y perseguidos por los malosos de turno.
Loas iluminados ofrecen su saber por un módico precio, y sólo aceptan y admiten el halago, el elogio, la admiración, el asombro, el pasmo, la reverencia (algo temerosa) y el aplauso. Como héroes de la película cuyo guión ellos mismos se escriben cada noche para actuarla al día siguiente, no tienen que dar cuenta de sus actos ante nadie (ni siquiera ante la justicia, en la mayoría de las ocasiones), no aceptan críticas ni rechistares, y en la comprobación diaria de la cuenta de banco encuentran plena justificación a las mentiras con las que explotan a sus huestes.
Para cambiar el mundo, es decir, para hacer avanzar la realidad social y ajustarla a la realidad de nuestros conocimientos (por ejemplo, para que los medicamentos antisidóticos lleguen a los africanos enfermos y para que la educación e Internet lleguen a los indígenas latinoamericanos, por decir algo), es esencial conocer el presente y, sobre todo, tener una visión clara de cómo han mejorado las cosas respecto del pasado.
Todo tiempo pasado fue peor. Y reto a quien sea a que demuestre lo contrario. Vivimos en el mejor mundo de los que han existido, pero no en el mejor mundo posible.
Lo que ha hecho mejor al mundo es el conocimiento, la información, una nueva ética sólida que no dependa de patrañas religiosas, el surgimiento de la tolerancia como valor, el reconocimiento de los derechos humanos esenciales. Lo que falta es que todos esos beneficios lleguen a más seres humanos, a todos.
Lo que menos nos hace falta son vividores que denigran el conocimiento, que gritan a los cuatro vientos que es mejor difundir estupideces paranormaloides que datos certeros, que responsabilizan únicamente al individuo negando la dimensión social humana y la responsabilidad compartida de la especie.
Y menos falta nos hace que aumenten las hordas de seguidores, muchos de ellos gente de pocos recursos que acaban adoptando la moda de una clase media aburrida, desorientada y deseducada que encuentra en las nuevas (y no tanto) supersticiones una justificación plena para mantener el status quo lamentable de nuestras sociedades.
Eso sin contar con lo enormemente hipócrita y turulato que es aplaudir lo bucólico imaginario desde las comodidades urbanas reales.